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El mar y las tierras
Plazuela de Pombo

El mar y las tierras

A los 85 años tengo la sensación de que no he llegado a ver del todo casi nada. No es esta una emoción negativa. Más bien diría juvenil, primaveral, de otoño-invierno

Álvaro Pombo

Santander

Viernes, 9 de mayo 2025, 07:37

Los piratas pirateaban porque no podían ser socios del Marítimo. Ni del Tenis. Ni del Golf de Pedreña. No serlo es un horror. ¿Dónde va uno a embarcarse, a cenar, a almorzar si no es ahí? Mejor pirata. Mejor pirata y así entras a saco en esos sitios. Te darán la mejor mesa cara a la bahía, las mejores rabas, salmonetes y cocido montañés. Ser pirata o hacerse un pirata no es una opción fenoménica sino numénica. Viene un poco a ser como ser guapo, que uno lo es porque ha elegido serlo. ¿Va a ser este un artículo de retales, un refrito piratesco, un trasto del Rastro madrileño? Un poco sí, pero no del todo. El mar se dice pronto. Tan pronto como la Dehesilla, una finca en Palencia que uno podría recorrer toda alrededor, las quinientas treinta y cinco hectáreas, en sólo una tarde e ir viendo los barbechos, los montecillos, los sembrados y el caserío blanco que finalmente acabo siendo y aún sigue siendo la Dehesilla. El mar, en cambio, no se puede ver y menos aún recorrer en una tarde. ¡Y la Dehesilla tampoco, niño, no seas cateto! El capitán pirata de la canción del pirata dice que su única Patria es la mar. Pero el mar tiene muchas patrias y patriotas. Y eso de sobra lo sabía el capitán pirata. De pronto se descubrieron / de la religión seis velas / y el cómitre mandó usar / al forzado de su fuerza. Las velas de la religión, que eran cristianas, eran de otros patriotas que disponían de otro fragmento del Mediterráneo, distinto del bajel pirata.

¿Qué sabe del mar un viejo marinero en tierra como yo, que, además, tras tantos años ha ido yéndose del mar y de vuelta al secano? Del mar sé decir cosas que he oído o leído o presentido y que he entrevisto cuando salíamos a pescar en la corza de tío Pedro y tía Luz, pero que no he llegado a ver del todo. A los ochenta y cinco años tengo la sensación de que no he llegado a ver del todo casi nada. No es esta, por cierto, una emoción negativa. Más bien diría juvenil, primaveral, de otoño-invierno. Supe tan poco del mar de joven como sabía de Dios. De ambas criaturas tenía una concepción ontológica, la más general –eso sí, pero no la más detallada. Decidí muy pronto que, como la idea de Dios, la idea del mar es infinita. De ahí se sigue que uno puede demostrar la existencia del mar, deducirla casi, con sólo pensar en él desde un bujío de Martín de los Heros, 72, en Madrid.

Hay, sin embargo, alguna que otra menudencia antes de llegar al mar o a Dios. Antes de exclamar con el profeta Isaías que ¡es terrible caer en manos del Dios vivo!, descubrimos, por ejemplo, que el mar no nos prueba a los reumáticos, por usar una expresión muy montañesa. Este detalle que acabo de mencionar no es poético, ni mucho menos teológico, es un dato de medicina casera y conviene examinarlo en los términos caseros de la fraseología santanderina. A mí no me sienta bien el mar santanderino –ni ningún mar– porque es demasiado húmedo para mis articulaciones sinoviales. Tampoco a mi madre la probaba: no la sentaba bien; eso es lo que queremos decir en Santander con la expresión no me prueba. Mi madre no era reumática pero sí alérgica a un cierto clubmaritismo propio de la zona, es decir, no sólo nuestro sino de todos los clubes náuticos de toda la costa norte de España. A mi madre le mareaba, como a mí, sentirse inspeccionada. Yo estoy más acostumbrado que ella a las inspecciones, pero el mareo que causan viene a ser análogo. Por disciplinados que seamos –y que fuimos ambos– los espíritus libres, llevamos mal las inspecciones. La inspección te transforma en objeto, en cosa. Todos somos eso, res extensa, en parte: objetos en el intercambio social. Ese intercambio social es indispensable para nuestra vida. Y, a pesar de eso, es con frecuencia engorroso, incluso cuando a resultas del cual se nos halaga o elogia. No es que nos tengamos creído que somos subjetividades puras o selectas: simplemente somos, como cada cual, una subjetividad individual, una conciencia en sí misma inefable. Un plus, para bien y para mal, que cada uno tenemos. No dejaré que se me vaya la pinza porque tengo aquí un asunto de coger con pinzas y, si ahora se me va la pinza, me voy al garete. Se puede formular esto que acabo de decir de muchas maneras. La más expresiva es la fórmula orteguiana: yo soy yo y mi circunstancia. En la misma vena, Haidegger describía al ser ahí como una criatura sujeta al se dice, la habladuría, los chismes. Nuestros contemporáneos puertos de mar y ciudades marítimas y de veraneo son sitios muy acogedores y muy cómodos en el norte de España. Los clubes de aficionados al remo, a la vela o a jugar al bridge, son con frecuencia chismosos. No siempre es maldad, a veces es sólo simple curiosidad. Y los chismes son, por cierto, un eficaz vehículo de socialización, como ya indicaron los tratadistas franceses del XVIII. Vehiculan las relaciones, las tornan inteligibles –incluso demasiado–, pero a la vez las simplifican demasiado. Hay personas que en estas circunstancias prefieren el aislamiento y la soledad al comentario del vecino, a las habladurías que puedan hacerse sobre él. No se trata de un miedo patológico, sólo se trata de uno como precaución. Debemos procurar no dejarnos molestar demasiado y es difícil comportarse con la magnificencia del magnífico aristotélico, que simplemente se vuelve a corregir lo que considera que está mal dicho de él. Hay que dejarlo pasar.

¿Qué tiene esto que ver con la grandeza infinita del mar o de Dios? Los amables lectores y lectoras de La Plazuela de Pombo seguro que desean opinar sobre este asunto.

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